Ernesto sabía que no podía ser así.
Esta vorágine de cotidianidades no podía ser lo real, lo verdadero, lo
esperado. Siempre hay un más allá, por más allá que estemos, y siempre depende
de uno, por más nosotros que seamos. Pero… ¿qué hacer contra tanta muralla
humana?
Se puso la camisa, el pantalón, los
zapatos y la corbata, en ese orden, mirando el reloj con desdén, ese aparatito
que siempre es más que nosotros. Y ahora sí, lavarse los dientes, hacer el café
con leche, tomarlo, volver a lavarse los dientes por las dudas, porque ya
sabemos lo que recomiendan los odontólogos. Entonces subirse al auto,
arrancarlo, marcha atrás, primera, segunda, la oficina está cerca, porque la
gente precavida compra su casa cerca de la oficina o la oficina cerca de su casa.
Ernesto sabía que no podía ser así,
pero de todas formas estaba nuevamente entre esos papeles, entre ese tic tac,
entre esas obligaciones de adulto responsable, entre ese llevar el pan a la
familia, aunque no tuviera familia porque cuando uno está tan ocupado quién
tiene tiempo para eso.
Desde los 17 años, cuando tuvo que
hacerse cargo del negocio familiar (porque antes si tenía una familia; todos
tuvimos una familia antes aunque no lo sepamos), estaba a la espera de ese
volantazo, de esa mágica aparición de lo fantástico. Pero claro, veinte años
esperando quizás sea mucho tiempo. La espera es algo que nos consume, porque de
nada vale esperar si uno no tiene el coraje de ir en búsqueda de lo que espera,
porque claro que las cosas tienen movimiento, pero si uno está estático
esperando que su movimiento las alcance, bueno, las cosas no son estúpidas.
¿Darle fin a su existencia? ¿Hay
alguna diferencia entre ponerle fin a una existencia o seguir existiendo en
ella de manera pasiva? ¿No es eso acaso el fin, el que nunca tuvo comienzo?
Cinco de la tarde, fin de la jornada
laboral, y entonces al bar de siempre, a la cerveza fría, a la cerveza amarga,
como premio consuelo entre tanta soledad, como cerveza rutina que se apodera
primero de la garganta y luego de todo el espacio. Llegar a casa, hogar dulce
hogar, hogar guarida, hogar prisión, hogar desconsuelo. La televisión, el
principio del final y subir el volumen para opacar el silencio.
Ernesto sabía que no podía ser así,
pero aún así se sacó la corbata, los zapatos, el pantalón y la camisa, en ese
orden, y se dispuso a sus ocho-horas-descanso después de telefonear a la
oficina para decirle a una máquina contestadora que se fueran todos al carajo.
Al otro día llegó más temprano que
de costumbre al trabajo, para borrar ese pérfido mensaje, y se dispuso a
continuar con el papeleo.