jueves, 6 de diciembre de 2012


            Ernesto sabía que no podía ser así. Esta vorágine de cotidianidades no podía ser lo real, lo verdadero, lo esperado. Siempre hay un más allá, por más allá que estemos, y siempre depende de uno, por más nosotros que seamos. Pero… ¿qué hacer contra tanta muralla humana?
            Se puso la camisa, el pantalón, los zapatos y la corbata, en ese orden, mirando el reloj con desdén, ese aparatito que siempre es más que nosotros. Y ahora sí, lavarse los dientes, hacer el café con leche, tomarlo, volver a lavarse los dientes por las dudas, porque ya sabemos lo que recomiendan los odontólogos. Entonces subirse al auto, arrancarlo, marcha atrás, primera, segunda, la oficina está cerca, porque la gente precavida compra su casa cerca de la oficina o la oficina cerca de su casa.
            Ernesto sabía que no podía ser así, pero de todas formas estaba nuevamente entre esos papeles, entre ese tic tac, entre esas obligaciones de adulto responsable, entre ese llevar el pan a la familia, aunque no tuviera familia porque cuando uno está tan ocupado quién tiene tiempo para eso.
            Desde los 17 años, cuando tuvo que hacerse cargo del negocio familiar (porque antes si tenía una familia; todos tuvimos una familia antes aunque no lo sepamos), estaba a la espera de ese volantazo, de esa mágica aparición de lo fantástico. Pero claro, veinte años esperando quizás sea mucho tiempo. La espera es algo que nos consume, porque de nada vale esperar si uno no tiene el coraje de ir en búsqueda de lo que espera, porque claro que las cosas tienen movimiento, pero si uno está estático esperando que su movimiento las alcance, bueno, las cosas no son estúpidas.
            ¿Darle fin a su existencia? ¿Hay alguna diferencia entre ponerle fin a una existencia o seguir existiendo en ella de manera pasiva? ¿No es eso acaso el fin, el que nunca tuvo comienzo?
            Cinco de la tarde, fin de la jornada laboral, y entonces al bar de siempre, a la cerveza fría, a la cerveza amarga, como premio consuelo entre tanta soledad, como cerveza rutina que se apodera primero de la garganta y luego de todo el espacio. Llegar a casa, hogar dulce hogar, hogar guarida, hogar prisión, hogar desconsuelo. La televisión, el principio del final y subir el volumen para opacar el silencio.
            Ernesto sabía que no podía ser así, pero aún así se sacó la corbata, los zapatos, el pantalón y la camisa, en ese orden, y se dispuso a sus ocho-horas-descanso después de telefonear a la oficina para decirle a una máquina contestadora que se fueran todos al carajo.
            Al otro día llegó más temprano que de costumbre al trabajo, para borrar ese pérfido mensaje, y se dispuso a continuar con el papeleo.