sábado, 24 de julio de 2010

Mirar mis manos frías temblar de vergüenza por querer alcanzarte, y pensar que tus manos quizás se enlazan con otras. He ahí la cuestión.

Sentir el viento pegándome en la cara; pisotear el otoño por el boulevard; agachar la cabeza; recordar tu voz; intentar no recordarla.

martes, 6 de julio de 2010

La tarde incendiaba los azulejos, y antes de morder el polvo pude enderezarme. Sólo quería escuchar tu voz, y rozar tu brazo sin querer, al caminar hacia el exilio de las mentiras que esconde el crecer, de las mentiras que nos obligan a fingirnos eternos.
Es este sentirme sola el que revuela por los espejos y me acecha de reojo. Es este querer mirarte dormir el que me aturde cuando silbo las canciones que me enseñaron en la cárcel de cristal en la que me sumergieron al nacer. Son los libros los que abrazan más que nadie, y que me llevan a querer gritarte en sol menor.
Es otro día del eterno julio, del eterno invierno, que pasa y pesa como una pérdida de tiempo. Y es por considerar al tiempo como una pérdida que la gente se suicida sin piedad al caer la noche y dar vueltas en una cama vieja, en unos sueños oxidados, en un mar sin nombre ni voz.
Pensaba en encontrarte al despertarme, quizás, por arte de magia. Quizás, por arte del destino o vuelta de ruleta hubieras caído en mi ventana después de la noche. Quizás el viento te hubiera secuestrado y arrastrado hasta mi altar, para jugar a mentirnos y a escondernos, a cambiarnos el disfraz.
Pero desperté, y el día me encontró como nunca, como siempre. Atada a una camilla de clavos que desespera de oírme llamarte en sueños. Corretear entre las hojas que invaden el asfalto es el objetivo de mis vigilias. Tener dónde correr, dónde enterrarme. Tener quién me alcance cuando me voy muy lejos, y no quiero volver.
Luego me piden y me ruegan, me prometen y me someten. Yo caigo. Y quiero caer en tu puerta, arrodillada, mientras resbala la sangre por el cuerpo. Y quizás dejar de sangrar. Y quizás dejar de morirme. O morirme, de una vez por todas.