domingo, 12 de septiembre de 2010


                El infinito que fluye en silencio y nos desnuda, mostrándonos lo efímeros que somos, creyéndonos el canon de eternidad, viviendo como si no importara nada el ser o estar.
                Ella sostiene el café en una mano, un cigarrillo en la otra. Mientras, mira el mundo afuera de su ventana y se concentra. Cuántas vidas ahí, del otro lado del vidrio. En este momento probablemente haya un niño llorando en algún rincón, un hombre pegándole a su madre, un anciano dando de comer a un perro de la calle, infinitas personas haciendo el amor. Y ella está ahí, pensando en ellos; y ellos están ahí, viviendo sus vidas, sin saber que ella los piensa.
                ¿Pensará alguien en mí?, se pregunta sonriendo, y sabiendo que sería idiota suponer algo así. Casi puede sentirse asomándose a la calle. Claro que no lo hará. Pero podría. Como también podría quitarse la vida en un instante, o derramar alguna que otra lágrima, para creer que siente.
                Pasaban los años, y ella seguía sosteniendo ese recuerdo en su altar, sin importar cómo la destruía. La gente que consideraba suya se había alejado lentamente, o quizás ella misma las había alejado, pero realmente no importaba. Decidió que no importaba. Que sólo importaba ese momento. Pero ese momento estaba vacío, y tampoco importaba. ¿El futuro? Cuento para niños. Puras mentiras. ¿Quién sabe algo del futuro? Todos hablan como eruditos y son unos pobres niños ingenuos.
                Había intentado viajar, para alejarse de sus recuerdos, ése en particular. Pero descubrió que los llevaba con ella donde fuera. Incluso en París. De chica pensaba que la gente no recordaba en París, pero ahí se había encontrado ella, tan llena de recuerdos como en Buenos Aires o en Hong Kong. “París es una mierda”, pensó al volver.
               
Pensaba en las respuestas. Las creía verdades, aunque sabía que no era cierto, y todo en lo que creemos se convierte en nuestra verdad. Le atravesaba el pecho, entonces, su silencio y las palabras que no podía pronunciar. Otra noche la encontraba en la misma posición que el día. Otro solsticio para acumular en lo vano.
Ha llegado el momento, pensó y lanzó una carcajada, y se asustó al escuchar su propia voz, que hacía tanto había olvidado.

Caminaba en la noche, sentía sus pasos y su cuerpo como los de otra persona. Sentía a la calle y la noche como un sueño, y quizás lo fuera, pero daba igual. Al fin y al cabo, nada nos permite aseverar que la realidad no sea un sueño, o que los sueños no sean nuestras realidades, o que nada exista más que el pensamiento de la noche, más que el creer en la existencia del capricho de respirar y sonreír a lo bobo.
Sabía muy bien dónde iba. ¿Cómo no saberlo? Lo planeaba desde hacía años. Y finalmente llegó, deteniéndose frente a la puerta, queriendo correr hacia atrás, queriendo hacer sonar el timbre, queriendo gritar y queriendo morir. Debía elegir. Siempre hay algo tan terrible en las elecciones que hay que hacer, que pueden volverse insoportables. Todo un futuro nuevo se abre a cada paso, con cada decisión. Todo un mundo nuevo, lleno de sorpresas, y nuevas oportunidades, y nuevas mentiras y engaños, y nuevos silencios, y nuevas muertes. O nada de eso. O nada de nada.
Pero tocó el timbre, y golpeó la puerta, y la pateó, y gritó y lloró, y creyó morirse por un segundo, hasta darse cuenta de que no estaba muerta en ese momento, que había estado muerta durante mucho tiempo, pero ya no.
Nunca nadie atendió, porque quizás ahí ya no vivía nadie, porque quizás las horas impropias no favorecen los reclamos, o quizás porque nunca llegó a destino. Daba igual. Estaba segura de que estaba viva, y de que podía hacer todo eso, y morirse y nacer, y correr de nuevo al hogar, para poder dormir, después de tanto tiempo sin sueños. “Claro. Debe ser eso. Debe ser que los muertos no sueñan. Y probablemente París no sea bueno para los muertos.”

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