domingo, 8 de noviembre de 2009

El reencuentro los tomó por sorpresa. En el instante del amanecer, con el alcohol en su pico de fragilidad, cruzaron las miradas. Era un callejón sin salida la plaza aquella, y los centinelas amordazaban a la locura.
Ella hubiera preferido que el cielo estallara en disparos de amnesia. Él no prefería nada más que el momento, y casi sin voz comenzó a avanzar.
El sendero parecía intransitable, plagado de recuerdos y de historias que se aferraban a sus zapatos e intentaban detenerlo. Ella lo esperaba, indiferente, detrás del sol.
Con la certidumbre del abrazo helado, la cama olvidada se recluía en las tinieblas. Eran turbios los silencios que emanaban del vapor, y a media mañana el reflejo tenía más luz que sus miradas.
Tuvo que saltar la imaginación para no morirse en la superficie. Quería ahogarse en las entrañas de un milagro gastado.
Los ruidos de los quehaceres diurnos no tenían nada que interrumpir. Cuando el misterio se muere y el silencio otorga, es hora de partir.

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