lunes, 4 de mayo de 2009

Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Fragmento del capítulo VII de la Parte 2.

Como le sucediera al regreso de La Vaubyessard, cuando las cuadrillas giraban en remolino dentro de su cabeza, sentía una melancolía gris, una desesperación soñolienta. León reaparecía más alto, más guapo, más suave, más vago; aunque se hubiera ido, estaba allí, no la había dejado, y las paredes de la casa parecía que guardaran su sombra. No podía separar su mirada de aquellas alfombras por las que había andado, de aquellos muebles vacíos en los que se había sentado. El río corría siempre y empujaba lentamente sus pequeñas olas a lo largo del ribazo resbaladizo. Ellos se habían paseado por allí muchas veces, oyendo aquel mismo murmullo de ondas, sobre los guijarros cubiertos de musgo. ¡Qué buenos cielos soleados habían disfrutado! ¡Qué buenas tardes, a solas, en la sombra, en el fondo del huerto! León leía en voz alta, con la cabeza descubierta, sentado en un taburete de palos rústicos; el viento fresco de los prados hacía temblar las páginas del libro y las capuchinas de la glorieta… ¡Ah, se había ido él, el único encanto de su vida, la única posible esperanza de felicidad! ¿Cómo no se había agarrado ella a aquella dicha, cuando se le ofrecía? ¿Por qué no haberle retenido con ambas manos, de rodillas, cuando quería irse? Y se maldijo por no haber amado a León; tuvo sed de sus labios. Sintió deseos de correr a reunirse con él, a echarse en sus brazos, a decirle: “¡Soy yo, y soy tuya!”. Pero se sentía cohibida por anticipado con las dificultades de la empresa, y sus deseos, aumentados por un remordimiento, se volvían por ello más activos.

1 comentario:

M dijo...

ahora es una certeza que este libro me va a gustar :)